Confieso que, cuando acabé de escribir mi primer
libro y ya a las puertas de su edición, una persona -que fue editora en Espasa
Calpe- me preguntó: "¿Y la dedicatoria? ¿Cómo no has puesto
dedicatoria?" Por suerte estábamos a tiempo de solucionar tamaño olvido
y tamaña ignorancia. Lo dediqué en el acto "A todos mis alumnos de
ayer, del hoy, y del mañana". Y es que, como han podido ustedes ver,
las dedicatorias suelen ser breves, con letra más pequeña; figuran en un
rinconcito de una página, como si pidieran disculpas por estar ahí, en la
antesala del libro. Muchas veces ni se repara en ellas, se consideran algo
secundario, y pasamos indiferentes por encima de tanto amor, tanta ayuda, tanta
comprensión de la que ha sido objeto el autor de la obra por parte de la
persona, entidad, grupo humano a quien se ha dedicado.
En nuestra novela, Ricardo fue el primero que
escribió la suya, incluso antes de empezar a trabajar juntos: "A aquellos
a quienes, sin querer, hice daño", cuyo original y profundo enunciado me
llevó a la mía inmediatamente: "A aquellos que, sin quererlo, me lo
hicieron". Se juega con las mismas palabras e idéntica estructura, pero ¿el
significado es el mismo...?
Diría que lo que cambia es algo tan elemental
como el sujeto, en el primer caso agente, y en el segundo paciente. Pero sí es el mismo sentido. En
nuestras dedicatorias no se habla de amores y agradecimientos, a diferencia de
tantas, sino que se apunta a la idea del perdón. Ricardo lo pide, y yo lo otorgo. El
perdón, sí. Una palabra que lleva a la paz, esa verdadera paz
que únicamente puede nacer del amor y, por tanto, del perdón, que a su vez nace
del deseo de ser perdonados.
No es originalmente mía la última reflexión, la
recibí hace unas horas en una preciosa felicitación navideña de un amigo.
Igualmente preciosas sus palabras, que encajan en estos días de luces y
sonrisas, de nostalgias vestidas de espumillón. Gracias, Francisco...